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Eros Díler: Fragmentos

By : Unknown
Por Nazul Aramayo
Aquí no existen tristezas
todo se puede arreglar
con el ritmo y su compás en
La Laguna.
—Tropicalísimo Apache, “En La Laguna”

1

Era el año cuando el Santos Laguna ganó su tercer campeonato. Yo quería un poco de la buena, quería una ciudad donde la droga me cayera del cielo sin temerle al ejército, la policía y los narcos. Quería cocaína y la quería pura. En Torreón eso era imposible. Decidí huir. Tenía dinero, ganas y nariz cachonda.
El sol ardía colgado en el cielo azul como los ojos heroicos o enfermos de Kurt Cobain, las porras levantaban polvo afuera del estadio Corona, los coches pitaban henchidos de gloria, Torreón, la Comarca Lagunera se alzaba con el trofeo del Torneo de Clausura del futbol mexicano.
© Lee Miller
Yoselyn y yo corrimos y gritamos como locos. Teníamos tres años de pareja, habíamos pasado por tantas cosas y ahora celebrábamos en la calle, toda la raza fuera de sí, en un frenesí verdiblanco, rolados hasta la madre de mota, gritando, bailando, echando desmadre como Dios manda, en medio del estruendo, la locura y el pisto desbordándose por todos los rincones polvorientos de La Laguna: Torreón, Gómez Palacio, Lerdo, Matamoros, San Pedro y demás municipios, todos en las calles, bajo el solazo, cubiertos apenas con serpentinas y banderas santistas, el futbol era nuestra gloria como si nos dieran un pedazo de nalga de Selena o Cristo y nosotros, convertidos en devotos tex mex judeocristianos, oficiáramos la celebración de la segunda llegada de nuestra puta madre. Pero era el tercer campeonato. Mi chica y yo manejábamos un vocho verde, dueños de nuestro destino lo estrellamos contra un Chevy, reímos, metimos reversa y huimos por entre las calles de la colonia Las Torres.
Pitamos victoriosos y nos lanzamos quemando llanta por más cheve.
Fuimos a de una miscelánea a otra. Nada. Las nubes desfallecían sin aliviar el calor, los perros se refugiaban bajo carros desvielados.
Nada.
La cerveza en toda La Laguna se había acabado.
El lecho seco del río Nazas brillaba como una mesa de disección, cuerpos descabezados esperaban ser descubiertos entre los matorrales, polvo como bruma luminosa y tóxica encendía aureolas en nuestras cabezas, éramos Santos, santisas, futboleros; la sequía nos la venía guanga, éramos campeones.
Y sin embargo, la cerveza se había acabado.

2

Delia, emocionada, me despertó en la mañana con el periódico en la mano. Sonreía dorada por la luz que se colaba por la ventana, las cortinas suspendidas, inmóviles, el aire afónico apenas entraba al pequeño cuarto de paredes cacarizas.
Vi el periódico y me levanté de la cama de inmediato. Embarré mi sudor nocturno al abrazar a Delia.
—Ya no tendremos problemas, nena, somos ricos.
Gané una beca con mi poemario “Me levanté con el condón puesto”, poesía cachonda para morritas de barrio, mis preferidas. Delia se hinchó de gusto, su cabello cayó sobre mi cara, nubes de chanates volaron atravesando el cielo, un beso fresco, sabroso. Sujeté a Delia por las nalgas, no traía calzones, le apreté el culo y le metí el dedo en la vagina ardiente y jugosa.
—Cógeme.
—Jajaja.
—¿De qué te ríes? Ándale, métemela, cógeme.
Le aticé una cachetada marranera mientras, con la otra mano, desenfundaba la verga y se la metía. Sus ojos se pusieron en blanco. Sus labios se abrieron como una flor bajo la lluvia; brillantes, lúbricos, gozosos hicimos el amor sin condón. Le eché un chorro de semen en su jeta abierta, todavía colorada por el putazo con el que la callé.
—Deja voy por unas caguamas y yerba, mi amor, hay que celebrarlo machín.
Me vestí. Ella se acostó nuevamente. Vi su boca abierta con un hilo de baba colgando, su vagina una pequeña laguna sexual y primitiva. Besé su frente y salí.
Subí al vocho y me lancé hacia la Pancho Villa, a menos de diez minutos de camino. Así que ahora era un poeta reconocido por el Estado. Un joven creador mantenido por el gobierno. Un poeta que se metería yerba, soda y caguamas heladas mientras hacía el amor con su morra, encerrados en el cuarto, protegidos del calor, un pequeño cielo azul y cacarizo de droga y sexo, frescura y sabor. El paraíso.
Un poeta que se metería yerba, soda y caguamas heladas mientras hacía el amor con su morra, encerrados en el cuarto, protegidos del calor, un pequeño cielo azul y cacarizo de droga y sexo, frescura y sabor. El paraíso.
Llegué a la esquina donde los morros despachaban, unos parados, otros pichoneando con la morrita, fumando yerba o esnifando soda, cada quien en su pedo. Me detuve frente a la imagen de la Virgen de Guadalupe, una pintura aparecida para indicar los puntos de vendimia de droga en las colonias, la virgen y la luna bajo sus pies, veladoras de marihuana y piedra siempre prendidas para protegerlos del ejército y los federales. Virgen santa, qué buenas piernas las de la morra malviajada en el suelo, cubiertas de polvo negro y cochambre, sus nalgas abultadas en su punto de ebullición parecían reventar el short de mezclilla.
Se acercó un bato. Playera y pantalón exageradamente holgados, tumbados, cachucha con el signo de dólar bien brillosote. Ojos vidriosos, boca seca, labios partidos, piel morena, una lagartija apenas erguida sobre el pavimento:
—¿Cuánto quieres, pareja?
—Un tostón de yerba y un pase.
—Cámara.
El bato caminó al interior de la colonia. Los ojos de la virgen me miraban, risas ancladas en la esquina. Atrás de mi vocho esperaban dos autos. No había tráfico. Calma, tranquilidad de láminas calientes y radiantes. Pasó una patrulla de la policía municipal. Ni nos voltearon a ver.
El morro regresó con las bolsitas ziploc de yerba y soda.
—¿Qué pedo? ¿Es todo? Apenas me va a alcanzar pa forjarme dos o tres churros.
—Si te estoy dando más, pareja, qué pasó.
—Antes daban más. ¿Ya no venden a granel?
—Nel, puras bolsitas.
Hacía meses que no compraba mota. Cómo habían cambiado las cosas.
—Al menos espero que esté buena la soda.
—Puro veneno, pareja.
Metí las bolsas en la guantera. Encendí el motor.
—Ahí le encargo pa mi chesco, ¿no?
Le di cinco varos y me largué quemando llanta.
De regreso compré las guamas. Delia seguía dormida echada en la cama, desnuda y sudada; olor a semen y jugos vaginales apagaron el olor exótico de la marihuana.
Vacié la soda sobre la mesa y forjé unas líneas. Me metí dos de inmediato. Puro pinche veneno, sí, pero para ratas. Empiné la caguama y le di un trago profundo para apagar el ardor de la soda cortada. Comencé a sudar como puerco.
¿Esto era lo que un poeta merecía? En Torreón sí. Alguna vez con el Espanto Jr. probé soda colombiana casi sin cortar, casi pura, casi el paraíso. Una chulada. Tenía un sabor dulce y un aspecto cremoso, una vitalidad explosiva, lucidez infernal.
Desperté a Delia una vez armado el churro. Sin abrir los ojos le dio un trago profundo a la caguama, luego, un toque. Ésa era mi nena.
—Ven y abrázame.
Me desvestí y la abracé, acostados, chiclosos, bebiendo y fumando, la tarde se desvanecía en ceniza. Nos levantamos y bailamos cumbión, entre el humo de mota y el compás acelerado de nuestro barrio. Delia flotaba, se deslizaba por el piso como el rocío por la piel verde de una hoja dulce y tropical.
La noche ardía sobre un cenicero. Era fin de semana. Domingo de buenas noticias.

3

© Georges Franju
Llegué temprano al trabajo. El centro de la ciudad se levantaba de su resaca de futbol: papeles verdes y blancos por los suelos, latas de cerveza vacías atoradas en los desagües, carros con los vidrios pintados con porras al Santos, el sol lagañoso no terminaba por levantarse de los cerros pelones, cama de púas y pañales cagados. La calle olía a orines, vagabundos, indígenas, niños y viejos naufragaban en las esquinas y en los aparadores de los negocios.
Abrimos a las diez de la mañana y ya teníamos un par de jóvenes esperando a que les vendiéramos sábanas para forjarse unos churros mañaneros. Los atendí con gusto. Veinticinco baros.
—Subió un chingo. ¿Y los más baras, jefe?
No era lo único que había subido. El precio, la vejez, los impuestos, la comida, la medicina, la cocaína, el colesterol, el transporte, las muertes, la marihuana, las inundaciones de aguas negras; mierda flotaba en la superficie.
Barrí, limpié vitrinas, acomodé playeras y me paré en el umbral de la puerta a mirar a las nenas que pasaban por la calle. Colegialas y señoras, morritas sudorosas. Trabajaba en una tienda de playeras rockeras y accesorios juveniles, papeles para la mota, pipas para la piedra y dosificadores para la soda. Ahí le caía toda la raza.
Un par de morras entraron. Se les veía hasta los huesos, la muerte asomaba por su pecho, escotes mortuorios liberaban tatuajes de la Santa Muerte incrustada entre sus tetas morenas, sonreían al vacío con un par de dientes plateados, pelos retorcidos salían de sus respectivas narices cocainómanas. Querían biblias para la yesca y una pipa de vidrio para la piedra. Les ofrecí lo mejor. Sostuvieron los artículos entre sus manos huesudas adornadas con anillos de calaveras con brillos rojos en los oclayos promisorios. Un carro pasó pitando, el aire, atropellado, lanzó una ráfaga de frescura alborotando los cabellos güeros de mis chicas de inframundo. Pagaron y se despidieron de mí. De nuevo fui al umbral de la puerta y las divisé. Nalgas y tetas de la muerte se elevaron con el resplandor del sol, un par de zopilotes danzando y desapareciendo en el poniente, donde algún día nació Torreón.
Mi jefe me pidió que fuera a comprarle unos lonches de adobada con aguacate. Caminé por la Juárez hasta la esquina de la Acuña. Por los aparadores vi a las mamacitas despachando al cliente, empleadas de los negocios enchuladas en mezclilla y blusas sin mangas y amplios escotes, cuando no atendían al cliente escuchaban música en su celular, entreabriendo la boca y mirando el techo o el horizonte. Alguna vez Delia fue una despachadora.
El estanquillo estaba repleto. Había cola larga y hambrienta. Esperé media hora por cuatro lonches.
El día transcurrió en la misma tonada. Playeras, sábanas, piercings, pulseras, colguijes, pipas, inciensos para la Santa Muerte, oraciones a la Virgen de Guadalupe, canciones de Nirvana y Pink Floyd, a lo lejos la música de Chicos de Barrio y los Primeritos de Colombia.
Llegó Delia. Cerró la puerta y quedamos los dos juntos abrasados por las sombras hirvientes. Platicamos un rato. No teníamos mucho ánimo de estar juntos pero éramos nuestro último consuelo, el último rincón del mundo donde podíamos refugiarnos; juntos, pegaditos, nuestra piel sudorosa latiendo fresca al separarse uno del otro.
Regresé a casa. Delia seguía en la universidad. Estudiaba sociología en la universidad del estado. El calor latía entre las sombras, abrí el refri y saqué una caguama helada. Bebí un trago profundo, animal, aplaqué la sed y el ardor imposible, me desplomé sobre el sillón; bebí a oscuras. La caguama sudaba bajo luz lánguida que se colaba por la ventana sin cortinas ni mosquitero. Pensé en lo que haría cuando recibiera la beca, los poemas que escribiría, las nenas que pedirían una dedicación, un agasaje, un churro conmigo, las publicaciones, las cervezas que me invitarían, las meseras que conquistaría con unos versos matones en la servilleta, conquistaría putas, besaría sus labios cachondos, sudorosos, rodeados de pequeñas arrugas y bigotes espolvoreados con maquillaje y cocaína.
Llegó Delia. Cerró la puerta y quedamos los dos juntos abrasados por las sombras hirvientes. Platicamos un rato. No teníamos mucho ánimo de estar juntos pero éramos nuestro último consuelo, el último rincón del mundo donde podíamos refugiarnos; juntos, pegaditos, nuestra piel sudorosa latiendo fresca al separarse uno del otro.

4

Espanto Jr. y Don Cápsulo llegaron a la tienda. Mediodía. Se veían jodidos y con los ojos más brillosos que el sol, manos temblorosas marcaban el ritmo de un guajiro alucinado.
—Ese, Cleti, venimos por un piquito.
Espanto Jr., poeta de la fritanga y narrador de la épica tripera de la tifoidea, era un tipo parecido a un panda y un marrano, ojillos vidriosos y trompita parada dispuesta a la injuria. Repitió al ver mi sorpresa y mi mirada de reojo al jefe.
—Una puntita nomás, andamos en el desmadre desde ayer.
—Aquí no tengo, pero a la hora de la comida vamos a mi casa. Tengo un gramo.
Don Cápsulo, poeta inconsolable, borracho lírico y cocodrilo de la pluma trasnochada. Oriundo de Sinaloa, la droga de América, Don Cápsulo era un cabrón largo y flaco, de lentes y boina eterna. Escupió su urgencia.
—Vamos ahorita, dile a tu jefe.
Se metió a la tienda y saludó al jefe, le dijo que ahorita me regresaban, que iban por unos libros a mi casa. Mi jefe creyó todo.
Nos trepamos en el Pointer azul y nos lanzamos por las avenidas anchas y desiertas de Torreón, atravesamos el centro de un chingazo, dimos vuelta la Plaza de Armas y llegamos a mi chante. Delia había salido con sus abuelos, necesitaba dinero.
Alineamos la soda sobre el comedor de vidrio. Líneas gruesas y largas, serpientes blancas, polvorosas, llenas de veneno y excitación, sabrosura. Se nos hizo agua la nariz. Inhalamos tres rayas cada uno. Afuera, la ciudad en llamas, ladridos de perros, reclamos de esposas.
Nos echamos unas cheves que traían en el carro. Me regresaron a la tienda antes que Delia llegara a la casa.
Esperé la noche como perro rabioso.

5

© Helmut Newton
Noche en la Comarca. Llegué del trabajo y Delia estaba pisteando con sus amigos. Cumbias, risas, botellas burbujeantes, cerveza fluía por la sonrisa universitaria de mi nena. Estaba fastidiado, abrí la cerveza y miré su abertura nebulosa como si pidiera un oráculo. Bebí hasta el fondo.
Delia se acercó cariñosa, sonriente y malhablada, caminó entre bailarines y botellas para llegar a mí, abrazarme y escupir.
—Ora, cabroncito, anímate, échate otra.
Recordé la gente entrando y saliendo del negocio, polvo brillando suspendido en el umbral de la puerta, piernas tatemadas, duras, resplandecientes, niñas mamacitas, mujeres de un lado a otro, levantando basura y polvo a su paso grácil. Gente en el negocio, batos gediondos, pelos duros, caras grasientas atizadas de cemento. Sopor y asfixia. En la noche era un trapo con ganas de cerveza y cama, un trapo bañado con gasolina.
—Tranquila, nena, tengo sueño.
Se dio la vuelta y fue por otra cerveza. La abrió con sus muelas, escupió la corcholata y me la aventó a la cara.
—Nomás cuando tú quieres, ¿verdad, pendejo? Nomás tú y tu tiempo, tú y tus cosas, no tienes tiempo para mí.
—Bájale a tu pinche pedo, Delia, no quiero problemas.
Me empiné otra cheve y la bebí de un trago. Claridad, noche de hojas arrulladas por autos a exceso de velocidad. Amigos en la sala y en el patio nos miraban de reojo.
—Yo sí te doy tu espacio, te dejo escribir, te quiero, te comprendo y tú no puedes ni pasar una noche a gusto conmigo.
—No mames, Delia, estoy cansado, no me chingues.
Aventé la botella vacía por la ventana. Oímos el cristal descalabrándose contra el pavimento. Salí de la casa.
Delia gritó y me siguió descompuesta.
—Sólo empiezas a tomar y te pones muy machín, ¿verdad?
Se aferró a mi brazo, jalándome.
—Ahora me mandas a la verga, ¿o qué?, nomás te digo la verdad, te encabronas y te vas.
La jalé y la tiré al suelo, cayó sobre sus nalgas de mezclilla azul.
—No vales verga, pinche puta.
Me di la vuelta, ella se levantó y me tiró un putazo en la espalda.
—No quiero volver a verte.
Me metí al vocho y me fui en chinga.
Necesitaba un pericazo, un aliviane.
Manejé por el bulevar Revolución hasta el bar Premiere. Entré al baño, un cholo meaba a mi lado. Le pedí un pase; me roló su bolsita sin voltear a verme.
—Llégale, pareja.
El Premiere ardía en neón y cumbia. Las ficheras bailaban a veinte pesos la pieza mientras mandaban mensajes por celular cuando las abrazaban de cartoncito. Luces negras, cheves heladas, grupo musical invitando al pichoneo, el mundo parecía, por un momento, un lugar habitable. Pensé en Delia, inevitablemente. Allá afuera había cholos en bicicleta esperando a que sus damas terminaran de fichar. ¿Podríamos vivir así?
De regreso a casa me seguía una camioneta de la policía. Eran las cinco de la madrugada. Me detuve en un semáforo en rojo. Pensé en cuánto dinero traía en la cartera. Después de diez horas de trabajo diarias durante seis días a la semana, siempre me preguntaba por qué me faltaba varo para un trago el fin de semana. Las cosas estaban a punto de cambiar con mi beca. El semáforo cambió a verde y arranqué; la camioneta prendió sus luces y me pitó. Eran dos policías municipales, la escoria más baja del poder judicial.
—Inspección de rutina, joven.
El otro me bajó del vocho y me bolseó, sacó las monedas y la cartera de mi pantalón.
—¿Qué pasó, qué hice, oficial?
Algunos carros pasaban a madres, se oía el zumbido del viento.
Uno contaba el dinero.
—Trae aliento alcohólico, tiene que acompañarnos.
Estaba a dos cuadras de la casa. Traté de explicarles mi situación, mi trabajo. No mencioné que era poeta.
—Además, usted anda drogado.
—Pero devuélvame mi dinero, oficial.
El otro se metió en la camioneta y encendió el motor.
—Pues ése es su problema.
Sacó los billetes de mi cartera, el dinero de una semana de trabajo.
—Así le hacemos o viene con nosotros a la Colón.
No tenía ganas de caer en el bote. Quería regresar con Delia y dormir abrazado a ella, sintiendo sus nalgas cálidas arrullando mi pene. Me sentía lleno de coraje, impotencia, rabia. Los polis subieron a su troca y se fueron quemando llanta.
—Ojalá los maten.
La casa estaba vacía. El arbotante volcaba su luz por la ventana, una bruma gris de cigarro y vapores de cheve brillaba sobre latas vacías, charcos, ceniza, vidrios rotos. Delia dormía en el cuarto. Me acosté junto a ella y la abracé. De su boca abierta colgaba espuma y baba. La abracé con fuerza, sentí su sangre tibia galopando por sus venas, escuché los latidos de su piel dormida; deseé estar así con ella para siempre, que nos apoyáramos para salir adelante en esta ciudad de mierda. No estaba arrepentido de haberla humillado.
Por la mañana se dejó acariciar y besar. Cogimos muy sabroso, como se coge cuando engañas o humillas.
Compré gorditas y almorzamos. Silencio. Tarde lenta y dolorosa. No veía la hora en que el sol terminaría de rodar sobre el cielo hasta hundirse en las colonias viejas de Torreón.
Al día siguiente, antes de ir a trabajar:
—Ya no quiero verte, Cleti, bueno, sí quiero pero no, ¿me entiendes? No puedo verte. No sé por cuánto tiempo. ®

Fuente: http://revistareplicante.com/eros-diler/

Fragmentos: El retrato de Dorian Grey

By : Unknown


" Lord Henry Wotton: No existe aquello llamado buena influencia, señor Gray. Todas las influencias son inmorales-inmorales desde el punto de vista científico. 
 Dorian Gray: Porqué?
Lord Henry Wotton: Porque influenciar a una persona es darle nuestra propia alma. Esta no tendrá sus propios pensamientos, y se incendiará con sus propias pasiones. Sus virtudes no serán reales, sus pecados, si existen los pecados, serán prestados. Se convierte en el eco de la música de otro, el actor de una parte que no ha sido escrita para él. El objetivo de la vida es el desarrollo de su propio yo. Encontrar su naturaleza apropiada, es esto por lo que cada uno de nosotros estamos aquí. El mundo tiene miedo de sí mismo, se han olvidado de la mayor de todas las obligaciones, la propia. Claro que son caritativos, alimentan al hambriento, y visten a los mendigos. Pero su propio ser está famélico y desnudo. La valentía huyó de nuestra raza. Tal vez nunca la tuvimos. El terror a la sociedad, que es la base de la moral, el terror a Dios, que es el secreto de la religión, estas son las dos cosas que nos gobiernan. Y sin embargo... Sin embargo, creo que si un hombre viviera su vida completamente y hasta el límite, si le diera forma a cada sentimiento, expresión a cada pensamiento, realidad a cada sueño. El mundo alcanzaría un impulso tan fresco de alegría que olvidaríamos lo malo de la mediocridad, y regresaríamos a la época helénica ideal, a algo más dulce, más rico, que el ideal helénico. Pero hasta el hombre más valiente tiene miedo de sí mismo...Se ha dicho que los mayores acontecimientos del mundo suceden en nuestro cerebro. Es en el cerebro, y sólo en él, donde los grandes pecados del mundo suceden. Usted señor Gray, usted mismo, con su sonrosada juventud y blanca adolescencia, ha tenido pasiones que le asustaron, pensamientos que le llenaron de terror, sueños estando despierto y dormido cuyos recuerdos podrían manchar sus mejillas de vergüenza.
(...)
Se frotó los ojos, y se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo. No había señales de cambio alguno cuando miró la pintura, y sin embargo no quedaba duda que la expresión se había alterado. No era sólo su propia impresión. Era horriblemente obvio. Se lanzó sobre la silla, y empezó a pensar. De repente pasó por su mente lo que había dicho en el estudio de Basil Hallward el día que el cuadro fue terminado. Lo recordaba perfectamente. Pronunció un deseo enfermizo de que él pudiera permanecer joven, y que el cuadro envejeciera; que su hermosura permaneciera inalterada, y que su rostro en la tela soportara la carga de sus pasiones y pecados; que la imagen pintada se marchitara con las líneas del sufrimiento y el pensamiento, y que él mantuviera la flor y el encanto casi consciente de su adolescencia. Con seguridad su deseo no se había cumplido? Esas cosas son imposibles. Era monstruoso sólo pensar en aquello. Y sin embargo, ahí estaba el cuadro frente a él, con un toque de crueldad en la boca.
"


Oscar Wilde
El retrato de Dorian Gray (fragmento)

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