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El agua jaquea a las ciudades y sus hombres
By : UnknownUna especialista en catástrofes y un urbanista analizan razones y consecuencias de los vendavales en Buenos Aires y La Plata y alertan sobre el futuro preocupante que nos acecha.
POR MARGARITA GASCON
Demasiado a menudo mostramos una profunda incomprensión sobre los procesos naturales. A menudo también reclamamos que la naturaleza se comporte conforme a nuestros intereses. Y si vemos que la naturaleza puede llegar a desobedecer nuestros deseos, le reclamamos a la ciencia y a la tecnología que elaboren el arnés correspondiente. Procesos naturales, cíclicos, pero cuya escala sobrepasa la tecnología del momento, son catástrofes descriptas con términos que suponen a una naturaleza capaz de “vengarse”, “azotar”, “castigar”, “ensañarse” y tomar otras acciones teñidas de maldad. Es claro que ninguno de esos términos describe acertadamente lo que ha ocurrido la semana pasada en Buenos Aires y en La Plata, pero es claro también que colocan a la naturaleza y a los eventos naturales (sean de origen geológico o sean de origen hidro-meteorológicos) en posición de entera enemistad con nosotros como sociedad y con una de las obras que hemos venido realizando como conjunto social desde hace milenios: la ciudad donde hoy vive más de la mitad de la población del planeta.
Las demandas de la vida urbana han transformado severamente los ambientes cercanos y lejanos. Las emisiones de gases contaminan la atmósfera y acidifican los mares. Hay unos 130 mil km2 de deforestación anuales para dar cabida a la actividad pecuaria y a una agricultura intensiva que ocupa la mitad de la superficie terrestre y que ha acelerado el ciclo del nitrógeno por el uso de fertilizantes químicos. Hemos reencauzado casi todos los ríos del mundo para el manejo del agua dulce y para la generación de energía. Los cambios sostenidos y abruptos han venido siendo sentidos por la vida silvestre que estaría yendo hacia la sexta extinción en masa en nuestro planeta. La extinción en masa se mide por la desaparición del 75 por ciento de las especies. Lo sabemos porque vemos programas de televisión sobre el riesgo de extinción de los osos polares, los pandas, innumerables aves y grandes felinos, entre otros, a medida que avanza la pérdida de sus hábitats. Pocas veces, sin embargo, recordamos que nosotros también entramos dentro del 75 por ciento de las especies en riesgo de desaparecer.
Demasiado a menudo mostramos también una profunda incomprensión sobre lo que implica la ciudad: una trama compleja de materialidades donde se han condensado procesos históricos, un sistema multivariable –o “caótico” desde el punto de vista matemático– donde ocurren entrecruzamientos contradictorios porque los objetivos provienen de diferentes propuestas para la vida en común. La ciudad es una imposición humana cada vez de mayor envergadura sobre los sistemas ambientales. Y de tal envergadura es, que muchos aceptan que, por primera vez en la historia de nuestro planeta, los efectos que estamos teniendo los humanos sobre el ambiente equivalen a los efectos que hasta ahora solamente tuvieron ciertos eventos geológicos de magnitud. Ahora estaríamos transitando el Antropoceno (la Edad del Hombre) y dejado atrás el Holoceno, que fue la edad que comenzó hace más de diez mil años con el retiro de las masas de hielo de la última glaciación.
El planeta caliente
A partir del siglo XVII, con la Revolución Industrial y sus máquinas de vapor impulsadas por el carbón, la Humanidad se internó en una verdadera “cultura del carbono” con el creciente uso de combustibles fósiles. Y entonces lo que nos pasa hoy, en nuestro país y en varios otros, según leemos y escuchamos en los medios de comunicación, está relacionado con el calentamiento global donde las emisiones humanas serían un componente importante. El calentamiento es así señalado como el culpable más general de la catástrofe –en este caso, de la inundación. Asimismo se señalan a culpables más cercanos (los administradores y los políticos) por no trabajar como debieran en reducir la vulnerabilidad urbana frente a las recurrentes inundaciones.
En la encrucijada de estas posturas, comentar sobre los sucesos abrumadores de las inundaciones en varias zonas de Buenos Aires y en La Plata procura acercar el conocimiento científico al debate, pero en este caso no como la solución instantánea (“la ciencia en el microondas”) sino como el elemento para actuar sobre la base de un reconocimiento de las relaciones entre nosotros, el ambiente y la ciudad.
La primera de las variables es el evento en sí mismo: precipitaciones intensas en un corto periodo que provocaron, primero, un aluvión cuyo caudal trepó varios centímetros en minutos y, luego, una inundación por los obstáculos para el drenaje debidos tanto a los efectos de una infraestructura deficiente, con canalizaciones y nivelaciones incompletas, como a la presencia de residuos sólidos urbanos y de materia orgánica que tapaba alcantarillados. Una conjunción fatal de nosotros, la ciudad y el agua que, al acontecimiento natural, le sumó negativamente la inercia urbana, la impericia oficial y la desidia de los ciudadanos.
En relación con esta variable anterior están las condiciones atmosféricas globales conocidas como calentamiento global –o mejor incluso, como cambio climático– cuyas causas (naturales o antropogénicas) son motivo de constantes y consistentes análisis. A modo de ejemplo, en un llamativo artículo de la prestigiosa revista “Nature” (31 de enero de 2013), un grupo de científicos norteamericanos y chinos determinó que la distribución de las lluvias intensas no es igual cuando el calentamiento atmosférico lo producen factores naturales (la actividad solar, por ejemplo) que cuando lo producen factores de origen humano (claramente, la contaminación con gases de efecto invernadero). De cualquier manera, lo que tenemos presente es que una atmósfera más caliente tiene más energía y genera fenómenos más intensos en forma más frecuente. Por eso, el cambio climático global suma víctimas en países pobres y ricos, como la ola de calor de 2003 en Europa que dejó 70 mil muertos o los temporales de nieve sin precedentes en marzo de este año en el norte de Europa debido al desvío que tiene la corriente cálida del golfo o Jet Stream En oportunidades es el fenómeno de El Niño lo que se relaciona, como en este año, con eventos de clima extremo.
La pregunta en estos casos es siempre la misma: ¿qué podemos hacer? Y es una pregunta que nos posiciona frente a frente con la naturaleza. La adaptación al cambio climático como respuesta supone un conjunto de acciones junto con una clara asignación de las responsabilidades. Los cambios en los patrones de consumo de los recursos, por ejemplo, son una responsabilidad de todos, aunque en esto debe avanzarse de la emoción a la acción. Da mucha emoción apagar las luces una hora una vez al año en todo el mundo, pero queda lejos de ser una acción cotidiana y significativa como lo es reducir el packaging o guardar los papeles de las golosinas en el bolsillo hasta encontrar el papelero. La lista es, por cierto, extensa.
En ese camino de reducir la vulnerabilidad como adaptación al cambio climático, la sociedad tiene razón cuando les recrimina a los funcionarios la inacción como componente indispensable de la catástrofe. La mayoría de esos políticos y administradores encuentra, a su vez, rápidamente a quién echarle la culpa: al otro. Puede ser la naturaleza y entonces el evento fue inusual y sobrepasó todas las expectativas. Puede ser el adversario político y entonces no recibieron la plata prometida para las obras. O pueden ser incluso las mismas víctimas y entonces les va mal porque viven donde no debieran o se comportan irresponsablemente. Para todos los casos sobran ejemplos de que hay parte de verdad tanto en las acusaciones como en las defensas. El nudo del problema, sin embargo, radica en que se transita de la emergencia a la reconstrucción hablando de lo que no se hizo y esperando que la próxima vez la naturaleza se comporte bondadosamente y entonces el agua caiga sobre (o pase por) la ciudad sin causar problemas. El resto de la historia solamente sirve para explicar por qué tantas de estas cosas nos parecen que ya la hemos vivido varias veces.
*Investigadora de Conicet; Especialista en Historia ambiental y de los desastres naturales. Autora de los libros “Vientos, Terremotos, Tsunamis y otras catastrofes naturales” y “Percepcion del Desastre Natural” (publicados por la Editorial Biblos).
Las demandas de la vida urbana han transformado severamente los ambientes cercanos y lejanos. Las emisiones de gases contaminan la atmósfera y acidifican los mares. Hay unos 130 mil km2 de deforestación anuales para dar cabida a la actividad pecuaria y a una agricultura intensiva que ocupa la mitad de la superficie terrestre y que ha acelerado el ciclo del nitrógeno por el uso de fertilizantes químicos. Hemos reencauzado casi todos los ríos del mundo para el manejo del agua dulce y para la generación de energía. Los cambios sostenidos y abruptos han venido siendo sentidos por la vida silvestre que estaría yendo hacia la sexta extinción en masa en nuestro planeta. La extinción en masa se mide por la desaparición del 75 por ciento de las especies. Lo sabemos porque vemos programas de televisión sobre el riesgo de extinción de los osos polares, los pandas, innumerables aves y grandes felinos, entre otros, a medida que avanza la pérdida de sus hábitats. Pocas veces, sin embargo, recordamos que nosotros también entramos dentro del 75 por ciento de las especies en riesgo de desaparecer.
Demasiado a menudo mostramos también una profunda incomprensión sobre lo que implica la ciudad: una trama compleja de materialidades donde se han condensado procesos históricos, un sistema multivariable –o “caótico” desde el punto de vista matemático– donde ocurren entrecruzamientos contradictorios porque los objetivos provienen de diferentes propuestas para la vida en común. La ciudad es una imposición humana cada vez de mayor envergadura sobre los sistemas ambientales. Y de tal envergadura es, que muchos aceptan que, por primera vez en la historia de nuestro planeta, los efectos que estamos teniendo los humanos sobre el ambiente equivalen a los efectos que hasta ahora solamente tuvieron ciertos eventos geológicos de magnitud. Ahora estaríamos transitando el Antropoceno (la Edad del Hombre) y dejado atrás el Holoceno, que fue la edad que comenzó hace más de diez mil años con el retiro de las masas de hielo de la última glaciación.
El planeta caliente
A partir del siglo XVII, con la Revolución Industrial y sus máquinas de vapor impulsadas por el carbón, la Humanidad se internó en una verdadera “cultura del carbono” con el creciente uso de combustibles fósiles. Y entonces lo que nos pasa hoy, en nuestro país y en varios otros, según leemos y escuchamos en los medios de comunicación, está relacionado con el calentamiento global donde las emisiones humanas serían un componente importante. El calentamiento es así señalado como el culpable más general de la catástrofe –en este caso, de la inundación. Asimismo se señalan a culpables más cercanos (los administradores y los políticos) por no trabajar como debieran en reducir la vulnerabilidad urbana frente a las recurrentes inundaciones.
En la encrucijada de estas posturas, comentar sobre los sucesos abrumadores de las inundaciones en varias zonas de Buenos Aires y en La Plata procura acercar el conocimiento científico al debate, pero en este caso no como la solución instantánea (“la ciencia en el microondas”) sino como el elemento para actuar sobre la base de un reconocimiento de las relaciones entre nosotros, el ambiente y la ciudad.
La primera de las variables es el evento en sí mismo: precipitaciones intensas en un corto periodo que provocaron, primero, un aluvión cuyo caudal trepó varios centímetros en minutos y, luego, una inundación por los obstáculos para el drenaje debidos tanto a los efectos de una infraestructura deficiente, con canalizaciones y nivelaciones incompletas, como a la presencia de residuos sólidos urbanos y de materia orgánica que tapaba alcantarillados. Una conjunción fatal de nosotros, la ciudad y el agua que, al acontecimiento natural, le sumó negativamente la inercia urbana, la impericia oficial y la desidia de los ciudadanos.
En relación con esta variable anterior están las condiciones atmosféricas globales conocidas como calentamiento global –o mejor incluso, como cambio climático– cuyas causas (naturales o antropogénicas) son motivo de constantes y consistentes análisis. A modo de ejemplo, en un llamativo artículo de la prestigiosa revista “Nature” (31 de enero de 2013), un grupo de científicos norteamericanos y chinos determinó que la distribución de las lluvias intensas no es igual cuando el calentamiento atmosférico lo producen factores naturales (la actividad solar, por ejemplo) que cuando lo producen factores de origen humano (claramente, la contaminación con gases de efecto invernadero). De cualquier manera, lo que tenemos presente es que una atmósfera más caliente tiene más energía y genera fenómenos más intensos en forma más frecuente. Por eso, el cambio climático global suma víctimas en países pobres y ricos, como la ola de calor de 2003 en Europa que dejó 70 mil muertos o los temporales de nieve sin precedentes en marzo de este año en el norte de Europa debido al desvío que tiene la corriente cálida del golfo o Jet Stream En oportunidades es el fenómeno de El Niño lo que se relaciona, como en este año, con eventos de clima extremo.
La pregunta en estos casos es siempre la misma: ¿qué podemos hacer? Y es una pregunta que nos posiciona frente a frente con la naturaleza. La adaptación al cambio climático como respuesta supone un conjunto de acciones junto con una clara asignación de las responsabilidades. Los cambios en los patrones de consumo de los recursos, por ejemplo, son una responsabilidad de todos, aunque en esto debe avanzarse de la emoción a la acción. Da mucha emoción apagar las luces una hora una vez al año en todo el mundo, pero queda lejos de ser una acción cotidiana y significativa como lo es reducir el packaging o guardar los papeles de las golosinas en el bolsillo hasta encontrar el papelero. La lista es, por cierto, extensa.
En ese camino de reducir la vulnerabilidad como adaptación al cambio climático, la sociedad tiene razón cuando les recrimina a los funcionarios la inacción como componente indispensable de la catástrofe. La mayoría de esos políticos y administradores encuentra, a su vez, rápidamente a quién echarle la culpa: al otro. Puede ser la naturaleza y entonces el evento fue inusual y sobrepasó todas las expectativas. Puede ser el adversario político y entonces no recibieron la plata prometida para las obras. O pueden ser incluso las mismas víctimas y entonces les va mal porque viven donde no debieran o se comportan irresponsablemente. Para todos los casos sobran ejemplos de que hay parte de verdad tanto en las acusaciones como en las defensas. El nudo del problema, sin embargo, radica en que se transita de la emergencia a la reconstrucción hablando de lo que no se hizo y esperando que la próxima vez la naturaleza se comporte bondadosamente y entonces el agua caiga sobre (o pase por) la ciudad sin causar problemas. El resto de la historia solamente sirve para explicar por qué tantas de estas cosas nos parecen que ya la hemos vivido varias veces.
*Investigadora de Conicet; Especialista en Historia ambiental y de los desastres naturales. Autora de los libros “Vientos, Terremotos, Tsunamis y otras catastrofes naturales” y “Percepcion del Desastre Natural” (publicados por la Editorial Biblos).
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