- Back to Home »
- Adan Buenosayres , Bergoglio , Leopoldo Marechal , Libros , Literatura , Marechal »
- Fragmentos: Adan Buenosayres
Posted by : Unknown
lunes, 18 de marzo de 2013
Con los ojos puestos en el Cristo de la Mano Rota, guarda silencio Adán, esperando un signo inteligible, un solo eco de sus voces, la sombra de una comunicación.
Pero
no advierte señal alguna, como no sea el frío estelar que parece llover desde
lo alto sobre su agonía. Entonces comienza en él un relajamiento más doloroso
que la tensión. Adán ignora que mil ojos invisibles están llorando por él en
las alturas, y que los de la espada, en torno suyo, han comenzado a mirarse y a
sonreírse, como si desde la eternidad poseyeran un secreto inviolable. Y Adán
intenta el último llamado:
—Señor,
¡no puedo más conmigo! Estoy cansado hasta la muerte. Yo...
Las
campanas del cielo han comenzado a redoblar, y redoblan a fiesta. Voces
triunfales estallan en los nueve coros de arriba; porque vale más el alma de un
hombre que toda la creación visible, y porque un alma está peleando bien junto
a la reja de San Bernardo. Pero Adán Buenosayres no las oye, y es bueno que no
las oiga todavía: con sus ojos puestos en el Cristo de la Mano Rota, vuelve a
esperar el anuncio de Alguien que tal vez lo haya escuchado. Y otra vez le
contestan el silencio que mana del cosmos, el silbo de las palmeras aventadas y
el canturreo de la lluvia. Su voluntad se quiebra entonces: desciende su
mirada, gira él sobre sus talones y permanece allí como anonadado, frente al
círculo de luz que un farol proyecta en los adoquines de la calle. Un perrito
negro anda por allí, sentándose acá y allá sobre sus patas traseras, gimiendo y
olfateando lugares, en el tormento de una deposición trabajosa; y Adán
Buenosayres, muerto para sí mismo, sigue ahora con ojos todavía mojados las
alternativas de aquel pequeño drama.
El
cuzco negro se ha perdido en la noche. Adán cruza la calle Warnes y se interna
en la de Mont-Egmont: a la crisis de su alma sucede ahora un gran silencio
interior que nace del mutismo en que han entrado su memoria, su entendimiento y
su voluntad. Pero, ¿qué figura es aquella que duerme tendida en el umbral de su
casa?
—Un
linyera —se responde Adán— Un pobre linyera que ha dado con sus huesos en
Buenos Aires y se tumba donde lo agarra la noche.
Llaves
en mano, Adán considera ese montón de trapos y envoltorios que se arrebuja en
el umbral. Pero aquel hombre o no dormía o ha despertado, porque ahora se pone
de pie y aguarda mansamente, como si el de aguardar fuera su gesto ineluctable.
A la luz del farol esquinero, Adán contempla un rostro de barbas cobrizas y dos
ojos entre consternados y alegres.
—¿Qué
hace aquí? —le interroga.
—Espero.
—¿A
quién?
El
hombre de la noche ha sonreído.
—¡Qué
sé yo! A todos.
Abriendo
la puerta de calle, Adán piensa en el colchón que le sobra, en el escándalo que
le armará doña Francisca no bien lo sepa y en el júbilo rencoroso de Irma.
—Entre
—le dice al linyera, que ya recoge sus trastos.
Sin
decir palabra, el hombre de la noche ha obedecido; y Adán lo ayuda en la tarea
de cargar los atados roñosos que forman su equipaje. Luego, en plena oscuridad,
sube hasta la puerta cancel y hace girar el llavín de la luz. Pero, al
volverse, descubre que su hombre ha desaparecido. Baja corriendo la escalera,
sale a la calle y escudriña en todos los rumbos: nada.
—Un
pobre linyera —se repite Adán Buenosayres— Claro, ha preferido su libre
intemperie.
Cierra
la puerta de calle, sube a su cuarto, y no enciende la luz, temeroso de que sus
objetos íntimos le salten a la vista y lo despojen del vacío absoluto en que
ahora descansa. Se desviste en la sombra y extiende su cuerpo dolorido en el
camaranchón que rechina: el sueño desciende a él como una gran recompensa.
Adán
sueña que avanza con una legión de guerreros anacrónicamente armados, entre los
cuales, y a golpes de rebenque, anda, se tambalea, cae de rodillas y vuelve a
incorporarse un hombre que lleva una cruz. Y, ¡cosa extraña!, en aquel hombre
azotado reconoce al linyera del umbral; pero en sus barbas cobrizas hay sangre
ahora, y sucios lagrimones gotean de sus ojos entre consternados y alegres. Lo
más curioso de aquel sueño es que la víctima y los verdugos están cruzando una
ribera semejante a la de Olivos o el Tigre, bajo un sol torrencial que se
exalta en el brillo metálico de las abejas y en el subido color de las
mariposas. Una multitud festiva discurre por allí, sin inmutarse al paso del
cortejo (¿es que no lo ven?), indiferentes al chasquido de la fusta (¿es que no
lo oyen?). Machos y hembras bailan aquí, al son de un fonógrafo portátil que se
desgañita en el suelo; allá, hombres y mujeres panzudos vigilan sus asados,
abren latas de conservas y arrojan papeles grasientos; los chiquilines,
aullando como fieras, cazan mariposas a golpes de toalla o apalean flaquísimos
caballos de alquiler; parejas furtivas, tras un ojeo circular, se pierden con
astucia en los cañaverales; viejos borrachos se insultan con lengua
estropajosa, cambian golpes lentos y se desploman al fin vomitando a chorros;
más allá, caras brutales, en círculo, se asoman a un reñidero donde gallos
rojos de sangre batallan a espolonazos. Y Adán vuelve sus ojos al hombre de la
cruz, y su ánimo se conturba en sueños ante la ceguera de aquel gentío: quiere
gritarles, pero ningún sonido brota de su garganta. Observa entonces a los
guerreros que marchan a su lado, y el terror lo invade, porque todas y cada una
de aquellas fisonomías parecen símbolos: esta cara de tinte amarillento, con
bolsas azules debajo de los ojos, es el mismo semblante de la Lujuria; en esa otra de
nariz encorvada, filoso mentón y ojitos de clavo se nombra la Avaricia; allí están la Pereza de ojos lagañosos, la Cólera de apretadas
mandíbulas, la Gula
de doble papada y la Envidia
royéndose los pulgares. Llorando de pavor, Adán tantea sus propias facciones, y
en ellas descubre los mismos rasgos odiosos, mientras el cortejo se abre camino
en la multitud ciega y el hombre azotado cae y se levanta.
Una
gran quietud reina en el cuarto. El silencio sería total ahora sin el susurro
de la lluvia y el rechinar del camaranchón bajo Adán Buenosayres que se agita
en sueños. Presencias torvas retroceden: huyen vencidas y como a regañadientes
hacia los cuatro ángulos del recinto. De pie junto a la cabecera, Alguien ha
bajado sus armas; y apoyado en ellas vigila eternamente.
Leopoldo Marechal
Leopoldo Marechal
Gentileza de la Fundación Leopoldo Marechal
http://www.marechal.org.ar/
http://www.facebook.com/pages/Fundación-Leopoldo-Marechal/
Estamos programando una visita guiada por los barrios de Villa Crespo y Saavedra (Buenos Aires) donde transcurren situaciones de la novela Adán Buenosayres. Oportunamente comunicaremos la fecha que, en principio, será el 27 de abril de 2013. Saludos cordiales, María de los Ángeles Marechal
ResponderEliminar